Por Marcelo Damiani - Para LA GACETA - Buenos Aires

En la por ahora última, inspirada, genial película de los hermanos Coen, Inside Llewyn Davies (2013), hay una fuerte declaración de principios sobre la situación mundial del arte contemporáneo. No es nada nuevo, por cierto, pero como el público siempre se renueva no está mal que autores de su talla nos lo recuerden una vez más, ya que la gente tiende a olvidar las verdades más evidentes, en especial cuando les molestan un poco o directamente contradicen sus prejuicios.

Llewyn Davies está basado en Dave Van Ronk (1936-2002), músico casi desconocido fuera del mundo del folk, pero considerado por el mismo Dylan como su maestro. Y los Coen no sólo tomaron episodios de su vida, sino que también le pidieron a su director de fotografía que trabajara la luz del film de acuerdo a la tapa de algunos discos que Van Ronk y Dylan editaron en los 60. Incluso el personaje del gato (gran hallazgo coeniano) parece haber sido inspirado por la tapa del disco que también le da nombre al film: Inside Dave Van Ronk (1964).

En medio de la trama, el músico del título, interpretado por el actor de origen guatemalteco Oscar Isaac (en el papel de su vida), hace un largo y accidentado viaje desde Nueva York hasta Chicago para audicionar con el productor discográfico Bud Grossman, encarnado por el gran Fahrid Murray Abraham, recordado por su interpretación de Salieri en Amadeus (1984), de Miloš Forman. Grossman, además, hasta tiene el mismo apellido de quien terminaría siendo el manager de Bob Dylan, cuya figura fantasmal aparece al final del film.

No veo mucho dinero aquí

En la audición, mientras el músico interpreta la conmovedora “The Death of Queen Jane”, Grossman lo escucha impasible durante toda la canción. La escena tiene una tensión insostenible, basada en la gran interpretación de Isaac Davis y la imperturbabilidad de Abraham Grossman. Finalmente, luego de un silencio bastante incómodo, el empresario emite su veredicto: I don´t see a lot of money here.

Los Coen se deben haber divertido mucho convirtiendo al viejo Salieri de Mozart en un semidiós sinestésico que no puede ver buen dinero donde sólo hay mucha música. Más allá de su humor cáustico, la película despliega un duro diagnóstico sobre las formas de legitimación social del arte contemporáneo. Es una vieja verdad que si no hay alguien que ve dinero en lo que uno hace, lamentablemente, se está destinado a los callejones traseros de la logística mercantil. No importa la música, no importan los textos, no importan las obras; no importa que sean geniales. Todo lo que importa son los contactos y los círculos de poder, capaces de encarnar el valor artístico en la escamada figura de un nombre propio que funcione como marca, aunque abajo de la letra no haya nada.

Así, esta película forma un tándem perfecto con esa otra obra maestra de los Coen que es Barton Fink (1993), en la que el serio dramaturgo del título termina convertido en un engranaje inoperante en la fábrica serial del Hollywood de los 40.

Tanto Llewyn Davis como Barton Fink parecen una suerte de figura fantasmal del artista contemporáneo, seres arrastrados por su deseo de producir belleza (auditiva, visual, cinematográfica) en un mundo que sólo le interesa el trazo bursátil y los réditos rápidos. Tal vez por eso el cine y la música hoy parecen estar lejos, muy lejos de los grandes estudios y las grandes compañías discográficas. Están, como profetizó Rimbaud, en otra parte.

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Marcelo Damiani - Escritor. Profesor de la Universidad Maimónides.